sábado, 13 de marzo de 2010

Continuando con la teoría de Francis Fukuyama en “La construcción de estado”, el siguiente capítulo serían los cuerpos de seguridad del estado.

Y al igual que pasa con los jueces, resulta que la policía, algunos pocos a Dios gracias, corrompida ideológicamente, actúa no al dictado de la independencia y de la objetividad, si no del poder político o ideológico.

Ejemplos hay unos cuantos: el chivatazo del bar Faisán, donde se avisa a los terroristas que mañana van a matar a cualquiera de sus compañeros, que vienen a por ellos. O las malintencionadamente ambiguas, generosamente hablando, comunicaciones posteriores al 11M. O el hecho de sacar esposados como a criminales a detenidos por presunta corrupción urbanística. O detener a dos manifestantes militantes porque abuchean a un político del bando contrario.

El problema es que si este tipo de acciones no se castigan, la gente que tiene el poder se acostumbra a malversarlo. Y cada vez es más fácil cruzar la línea. Y claro, si además resulta que los que tienen que juzgar son del mismo bando, o del contrario, es decir, no son independientes y objetivos, las sentencias quedan desvirtuadas. Y el círculo vicioso no se rompe. Y con el cambio de régimen, llega el ojo por ojo.

La triste realidad es que el poder político ha corrompido las instituciones que tienen que velar por la justicia y la libertad de nuestra joven democracia (a ciertos elementos de las mismas). No pasa nada aquí, como casi siempre, porque a la mayoría ‘nos pilla lejos’ y ‘no nos afecta’. Pero no es cierto desde el momento que no te puedes significar políticamente.

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